viernes, 10 de diciembre de 2021

Burbujas de Navidad

 



Varsovia, 24 de diciembre de 1939.


Ayer recibí el regalo de navidad de mi abuela. ¡Qué ilusión me hizo! Mi primer diario. Ella no podrá pasar las Navidades con nosotros, como todos los años, pero me ha asegurado que para la Epifanía vendrá a visitarnos quieran los alemanes o no. Sonriendo, he guardado la carta como si fuera un tesoro.

Hoy madrugué para finalizar la tarea escolar que diariamente mi madre me marca, quería acompañarla al mercado pues la criada está con su familia. Aunque la calle Grodzka estaba concurrida y llena de carros, los puestos estaban medio llenos. Los que se iban con las manos vacías achacaban la subida de precios a la guerra. Mamá sonreía cuando regresábamos mientras saludaba a conocidos y amistades, llevábamos las cestas llenas y nos envolvía el olor de las hortalizas y las carpas.

Subiendo las escaleras de nuestro edificio nos encontramos en el descansillo a nuestros vecinos, la familia Luski. Mi madre les dio un prolongado abrazo a Raquel y sus hijos. Se interesó por Elías, su marido, e insistió en que cenaran con nosotros. Sería una alegría compartir la Noche Buena con vosotros, dijo.

Hacía semanas que no los veía, y me sorprendí pues los mellizos siempre habían sido algo rollizos. Ahora estaban pálidos y la ropa les quedaba holgada. Los tres llevaban cosida en la manga una cinta blanca con una estrella azul dibujada. Más tarde mis padres me explicaron por qué nosotros no llevábamos la estrella y al señor Luski le habían expropiado su negocio de empeños. Al enterarse mi papá de que vendrían a cenar arrugó la cara.

En la sobremesa mi madre encendió la radio, les gustaba escuchar música clásica. El concierto comenzó y mi padre me susurró, llevándose el índice a los labios, es el Mesías de Handel. Mi madre apoyaba la cabeza en su hombro y estrechaba la mano de mi padre entre las suyas. Los dos sonreían con los ojos cerrados, yo también los cerré, entre las cálidas voces del coro y los instrumentos me transportaron a la sala dónde la orquesta y …

¡Jarek, Jarek… cariño, están llamando a la puerta! —dijo mi madre desde la cocina.

¡Ya voy! —respondí con disgusto mientras guardaba el diario.

Deben ser los Luski —afirmó mi padre. Las campanas de la Iglesia de Santa Ana daban la hora.

Les dimos la bienvenida con calidez. Mi padre estrechó con fuerza la mano de Elías. Llevé los obsequios, que traían envueltos en papel de periódico, bajo el reluciente árbol de navidad. Y tras quitarse los abrigos nos quedamos todos mirando en silencio, en medio del salón, la estrella azul de sus mangas.

Disculparme un minuto —dijo mi madre mientras se escabullía por el pasillo.

Regresó de inmediato con un par de chaquetas y dos jerséis. Mi padre rogó encarecidamente con un escueto: Por favor. No hubo que insistir a los sonrientes mellizos.

El aroma picante de la sopa nos abrió el apetito. Las gafas empañadas de Elías apenas dificultaron que saciara su hambre atrasada entre parabienes y risas. Los mellizos con los dedos pringosos no rechazaban ningún plato y su madre sonreía mientras los miraba sin dejar de ensalzar las carpas fritas.

En los postres Elías se sinceró con mis padres, confesando que tenían en mente huir al día siguiente a Suecia cruzando el Báltico en balandro. Mis padres entendían su determinación pero señalaron la dificultad de la travesía en invierno. Asimismo, alimentaban la esperanza de un cambio: El gobernador alemán era letrado y procedía de la magistratura. Las injusticias pronto cesarán, les dijo mi madre. Además, continuó mi padre, el ejército Británico ha desembarcado en Francia, es cuestión de semanas para que retomen los aliados la ofensiva. Hitler tiene los días contados.

Mi padre sintonizó la radio para escuchar el boletín de la BBC y los adultos se aproximaron al receptor para no perderse detalle. El matrimonio Luski fue relajando su semblante según escuchaban el noticiero. Comenzaron a dudar sobre la conveniencia de huir ya mismo y se plantearon intentarlo en primavera, mientras tanto sus hijos abrían sus regalos.

Al desenvolver el mío descubrí que era el gastado tren de madera con el que tantas veces había visto jugar a los mellizos. Cuánto había ansiado tenerlo cuando me lo dejaban unos minutos para disfrutarlo y dudaba si escapar corriendo con él hasta mi casa.

Unos ruidos en la calle nos silenciaron y los mayores se pusieron en pie bruscamente. Raquel estrechó a sus hijos mientras mi madre apagaba las lámparas. Mi padre entreabrió ligeramente los pesados cortinajes. Una patrulla de achispados soldados alemanes avanzaban por la calle, el golpeteo de sus botas contrapunteaba las estrofas que entonaban alegres. Los edificios, mudos, parecían tiritar al son del villancico; tres ventanas coloreaban la estampa que comenzaban a cubrir ingrávidos copos.

Mi padre reconoció la canción y comenzó a tararearla, le acompañó cantando mi madre, me abracé a ella sonriendo pues conocía el villancico, los mellizos intentaban acompañarnos mientras sus padres sonreían tensos en silencio. Minutos después de cantar aún brillaban nuestros ojos, para los Luski fue el momento adecuado de la despedida.

Han transcurrido incontables inviernos, los recuerdos se han ido extraviando, pero nunca olvidaré aquellos interminables abrazos. Miro absorto el envejecido tren que sujeta mi nieta en su regazo. Sonrío, cierro mi diario y recojo el montón de postales que he ido recibiendo cada año, felicitándome la Navidad, desde Jerusalén.

 

 
 



 

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