martes, 16 de marzo de 2021

Nunca digas de este agua no beberé.

 

 

Las manos etéreas agitaron el cubilete con la parsimonia que solo da la eternidad, los dados repiquetearon en los cielos gloriosos arrojando relámpagos y truenos.

La tempestad seguía azuzando inclemente aquella noche de Enero de 1832. El buque medio desarbolado por los vientos peleaba por trepar las enormes olas que sin tregua le iban arrinconando contra la Costa de la Muerte. Los marineros más curtidos se mantenían en cubierta, atados a cabrestantes y aparejos, forcejeando entre la espuma para descabezar el abatido palo trinquete. El timonel oteaba desesperado la oscuridad sin hallar el maldito faro fantasma. Un nuevo resplandor les hizo abandonar su lucha para asirse horrorizados al maderamen. La montaña de agua y el trueno embistieron al unísono la nave, arrancando aparejos, partiendo el palo mayor, e inclinando la embarcación hasta asomar la quilla. El capitán no pudo impedir que el bergantín zozobrase aquella calamitosa noche.

 A la tarde siguiente, los restos del naufragio encallaban en la arena, el salitre que las rachas de viento arrastraba teñía de gris los raqueros que deambulaban por la playa rapiñando los cadáveres y la mercancía de valor que la mar les regalaba. Pero evitaban acercarse, santiguándose, al desharrapado superviviente que arrodillado con los brazos en alto clamaba a los cielos con voz compungida; jurando al todopoderoso que por salvar su vida se ordenaría sacerdote al regresar a Shrewsbury, su pueblo natal. Un anciano gritó pidiendo ayuda, con esfuerzo sacaron un cofre bajo los restos de un bote con la inscripción HMS Beagle.

 

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