jueves, 10 de diciembre de 2020

Cosas de mujeres


 

Las tinieblas acechaban en el corredor el paso de algún habitante de la mansión portando una vela. La abuela, ya impedida, vivía en la planta baja. La Caronte la apodaban con malicia infantil, en gran parte por su carácter agrio. Su dormitorio estaba cerca del acceso al sótano, una oscuridad sepultada tras una puerta con tres cerrojos, amortajado en el silencio que una campanilla osaba romper de vez en cuando.

—¡Ya voy abuela! ¡Ya voy! —¡¿Esta mujer no se cansa?! Me va a hacer parir antes de tiempo. Sonó de nuevo la campanilla y antes de contestar cogí resuello apoyada en la puerta de su dormitorio.

—¿Estás ahí María? —gritó la anciana.

—Sí abuela, sí —respondí mientras abría la puerta y alumbraba con el candelero. No me sorprendió su sonrisa de dientes corrompidos, ni el moño que doblegaba su cabello, sino verla erguida apoyada en el bastón de la familia. Sentí repelús.

—María, ¿qué edad tienes?

—Quince, abuela.

—Y no crees que ya va siendo hora de llamarme por mi nombre —sentenció con un mohín de disgusto.

Enmudecí y sonrojada agaché la cabeza.

—¿Por qué no lo haces?

—Me recuerda a mi madre —farfullé.

—Bah, bah, bah, ya sé que nos llamamos igual —gruñó y desvió los ojos hacia la oscuridad—. Yo también la extraño. De hecho, ella debería estar aquí en tu lugar. Pero tú eres la única mujer que queda en la familia —Suspiró abatida.

No levanté la mirada, temía que me delataran mis ojos, la presión en el pecho, la vela temblando en mi mano. ¿Por qué te fuiste mamá? Me pasé la mano vacilante por mi abultado vientre. ¡Te necesito tanto! Casi cuatro años desde que escondida en un arbusto te vi discutiendo con la abuela. Tras aquel día la anciana se emboscó en su mutismo, nunca volvió a salir de la casa y tú… tú te fuiste, sin besos, sin abrazos… sin una última mentira.

—Tenemos asuntos pendientes, no cesan las malas cosechas y se avecinan tiempos de cuervos —declaró de pronto mientras avanzaba renqueante apoyada en el bastón.— acércate pequeña, juntas iremos más rápido.

Dejamos atrás los retratos de las mujeres que fueron cabeza de familia desde la construcción de la mansión. Allí mismo hace cinco años, el abuelo acompañaba a la abuela por este pasillo, fue la última vez que lo vi. Al llegar ante la puerta del sótano, la abuela fue abriendo los cerrojos. Una bocanada de frío y humedad nos dio la bienvenida, acobardada ante la oscuridad miré a mi abuela.

—¿Dónde huyó mi madre? —dije perturbando el silencio y comenzamos a bajar los escalones.

—Tu madre... ¿que dónde se fue?… —masculló deteniéndose en el rellano, apoyó la espalda en la mohosa pared para recuperar el aliento—. Mi hija tuvo miedo, terror a la realidad, fue cobarde y escapó —farfulló y continuó el descenso cabizbaja.

—¿Pero a dónde? —exclamé recelosa apretando su brazo.

—Pronto niña, pronto —murmuró tironeando del brazo—. La vida te espera llena de sabiduría, sufrimiento y amor por tu familia. El hambre nos alcanzará pronto... hay tan pocas provisiones. Pero tú… inocente —susurró y manoseó mi vientre hinchado.

La angustia y ansiedad me aturdieron. Escalón tras escalón, nos aventuramos en las entrañas de la casona. Luego vinieron pasillos, cámaras llenas de argollas, cadenas, aperos... y oscuridad. Un tufo más pestilente a cada paso me provocó náuseas, tras cubrir la nariz con el sayo vislumbré una puerta pequeña. Costó abrir el cerrojo, el chirrido de las bisagras fue como una advertencia. El hedor que emergía me sofocó y mis sienes palpitaron.

—Vamos chiquilla, pasa, pasa tú primero y así me apoyaré en ti —sugirió mientras se situaba con inusitada presteza a mi espalda y se sostenía de mi hombro.

Fui arrastrando mis zapatos, apenas avancé unos pasos y ante mí se abrió una tenebrosidad más espesa que la brea. Mis pies no quisieron avanzar más. Sentía en mi espalda la presión de mi abuela. Un escalofrío me atravesó al intuir lo que tenía ante mí.

—Ese es el camino que tu madre recorrió trastornada hace cuatro años —musitó agitada. —Tuvo pánico de reemplazarme. Si hubiera querido mantener el secreto, todo hubiera sido diferente.

Tropezando se puso a mi lado y me agarró la mano. Al sentir su piel apergaminada, volví en mí. La repugnancia, el odio y el miedo me fustigaron para escapar. Pero algo en mi interior me lo impidió.

—¡Madre! —chillé y me aparté del pozo.

Me agarró la otra muñeca, haciendo zarandear la vela que mutó las sombras en bestias infernales.

—Cariño, tú no eres como tu madre —dijo tirando de mí.

—Estás loca —grité e intenté zafarme de sus manos, mas fue imposible, apretaban como cepos. Me resistí pero, paso a paso, me arrastró con inusitada fuerza, sin dejar de jadear, hasta detenerse junto a la sima.

—María, si tú quisieras ya habría acabado todo —farfulló, sus ojos parecían urracas muertas—. No lo olvides, cuando el hambre apriete, el pozo te estará esperando aquí abajo.


Sonrió y su rostro se relajó, luego de un soplido nos dejó en tinieblas. Liberó mis manos y me trastabillé hacia atrás. Sus ropajes sonaron como alas de una mariposa nocturna alejándose agitada. El silencio espesó el tiempo, lo volvió viscoso hasta que un crujido lejano y profundo quebró la coraza de mi crisálida.

 


 

domingo, 11 de octubre de 2020

Una piedra en el camino


Quizás deberían castigarme por hacer lo que debo, pero me lo ponen tan difícil. Si no fuera por sus súplicas, sus sollozos. Aunque empiezan faltándome al respeto, me insultan, me calumnian, pero acaban meándose encima cuando adivinan fugazmente lo que siento...

 

Levanté el lapicero del papel y me fijé en las navajas suizas del expositor hasta que mi visión se difuminó. Estaba excitado. Un vehículo paró junto al surtidor. Una joven de hombros descubiertos se retocaba un fular que protegía su cabello. El conductor del descapotable, con una calva incipiente en la coronilla repostaba.

—¡Bingo!, la última del día —siseé y continué escribiendo.

...en esos momentos para los que no soy más que un intérprete, apenas un instrumento de la naturaleza, soy quien abre los canales que llevan al conocimiento interior de todas las mujeres…

Sonó la campanilla de la puerta, y un hombre rubicundo de sonrisa insegura, dio las buenas tardes como anticipo de un perfume dulzón más bien barato.

—Buenas tardes —respondí y guardé mi diario mientras el cliente avanzaba entre las estanterías, deteniéndose en las revistas del corazón—. Si no encuentra lo que busca no dude en consultarme.

—40 euros de gasolina… esta revista... y... —dijo sin levantar la cabeza.

Sonó un claxon un par de veces, al tercer pitido, el cliente renegó entre dientes, y se acercó cansino a la puerta, asomando la cabeza al exterior. ¡Vaya, otro macaco amaestrado y dócil!

—Jesús, cariño, si no hay de fresa ácida que sean de sabor a melón —chilló la joven de hombros descubiertos desde el descapotable.

Cerró la puerta lanzando un bufido y se acercó al mostrador.

—¿Tiene chicles de menta? —dijo matando la frase con una sonrisa.

—Sí, claro. ¿Son para su hija? ¿Los quiere suaves o extrafuertes?

—Para mi sobrinita. Y que sean extrafuertes —matizó y soltó una risita.

Comenzó a sonar el primer acto de Madame Butterfly en el hilo musical.

—Aquí tiene, 80 céntimos. ¿Qué le parece Puccini?

—¿Qué?... ¿Puttini? —dijo arrugando la nariz.

Incliné a un lado la cabeza señalando con el índice al aire.

—¿Qué…? —preguntó buscando en el techo.

—Nada, olvídelo. Ha sido una torpeza por mi parte, disculpe —dije. Lástima quedarme sin cloroformo la semana pasada con la última pareja de invitados.

Sólo obtuve un gruñido por respuesta y se alejó hacia las revistas dejando los chicles en el mostrador. No dejaba de cambiar el peso de su cuerpo de un pie a otro, parecía inquieto. Cogí un vaso de plástico, y acercándome al expendedor de agua me propuse empezar a jugar.

—¿Le apetece un poco? —dije manteniendo el chorro hasta que el agua llegó al borde del vaso.

Lo bebí de un trago y volví a llenarlo, esta vez con un chorro más fino que tardó más en llenar el vaso.

—Le aseguro que está muy fresca —reiteré, viendo como el movimiento de sus piernas seguía, esta vez con un rictus en su cara.

—No, gracias —respondió.

—Como quiera —contesté y volví a rellenar el vaso hasta casi rebosar. El sonido del chorro destacaba junto a la voz de la soprano.

—¿El baño?... por favor —preguntó algo apresurado.

—Por el pasillo, segunda puerta a la izquierda. —Esperé unos segundos mientras observaba su vivo paso hacia el baño—. Disculpe, olvidaba que está averiado. —Sonreí.

—Ya, ya... —dijo frente al cartel colgado.

—Puede, si quiere ser mi… invitado, utilizar el aseo de personal que está al final del pasillo.

Jesús miró la espesa oscuridad al final del estrecho corredor, dio un par de pasos y se detuvo.

—¿Dónde enciendo la luz? —preguntó.

—¡Cómo lo lamento!, este interruptor está averiado, pero junto a la entrada del baño hay otro, le aseguro que ese funciona.

Vacilante avanzó disminuyendo la velocidad según se sumergía en la oscuridad.

—¡No se ve una mierda! —dijo deteniéndose.

—Confíe en mí, espere y verá mejor —dije tras él. Metí la mano en el bolsillo y acaricié el frío filo de metal.

El claxon sonó otra vez. Jesús se giró bruscamente y miró por encima de mi hombro.

—¿Pero qué le pasa ahora a esta? —dijo hastiado—. ¿Me permite? —dijo pasando a mi lado hacia la salida.

Le seguí hasta volver al mostrador mientras él salía. Junto al coche comenzó a gesticular acalorado agitando los brazos. Ella sonreía sin siquiera mirarle a la cara. Cuando él bajó los brazos y se sentó al volante ella le habló. Él miró al cielo y le respondió. Ella dejó de sonreír y salió del coche dando un portazo. Escondí el paquete de chicles que había olvidado y disimulé.

La campanita se agitó violentamente dando la bienvenida al sonido de sus tacones.

—¡Buenas tardes!, creo que mi acompañante ha olvidado unos chicles.

—Hola... pues aquí no los ha dejado —mentí y miré hacía el pasillo—. Quizás los haya olvidado en el lavabo unixes.

Miró con ojeriza al exterior, y sin dudar avanzó hacia el pasillo. Reprimí mi sonrisa, y salí del mostrador tras ella. Mis dedos volvieron a tocar el frío filo metálico.

—¡No, mejor no! —dijo mientras giraba sobre sus pies y retomaba sus pasos, esquivándome y clavándome su aroma—. Deme unos chicles sabor menta extrafuerte... los preferidos de mi exmarido —susurró al final.

Le devolví el cambio y observé cómo se escapaba. El ritmo de sus tacones, la campanilla, el rugido del motor cuando se alejó. Suspiré.

—Hay más peces que días.