domingo, 11 de octubre de 2020

Una piedra en el camino


Quizás deberían castigarme por hacer lo que debo, pero me lo ponen tan difícil. Si no fuera por sus súplicas, sus sollozos. Aunque empiezan faltándome al respeto, me insultan, me calumnian, pero acaban meándose encima cuando adivinan fugazmente lo que siento...

 

Levanté el lapicero del papel y me fijé en las navajas suizas del expositor hasta que mi visión se difuminó. Estaba excitado. Un vehículo paró junto al surtidor. Una joven de hombros descubiertos se retocaba un fular que protegía su cabello. El conductor del descapotable, con una calva incipiente en la coronilla repostaba.

—¡Bingo!, la última del día —siseé y continué escribiendo.

...en esos momentos para los que no soy más que un intérprete, apenas un instrumento de la naturaleza, soy quien abre los canales que llevan al conocimiento interior de todas las mujeres…

Sonó la campanilla de la puerta, y un hombre rubicundo de sonrisa insegura, dio las buenas tardes como anticipo de un perfume dulzón más bien barato.

—Buenas tardes —respondí y guardé mi diario mientras el cliente avanzaba entre las estanterías, deteniéndose en las revistas del corazón—. Si no encuentra lo que busca no dude en consultarme.

—40 euros de gasolina… esta revista... y... —dijo sin levantar la cabeza.

Sonó un claxon un par de veces, al tercer pitido, el cliente renegó entre dientes, y se acercó cansino a la puerta, asomando la cabeza al exterior. ¡Vaya, otro macaco amaestrado y dócil!

—Jesús, cariño, si no hay de fresa ácida que sean de sabor a melón —chilló la joven de hombros descubiertos desde el descapotable.

Cerró la puerta lanzando un bufido y se acercó al mostrador.

—¿Tiene chicles de menta? —dijo matando la frase con una sonrisa.

—Sí, claro. ¿Son para su hija? ¿Los quiere suaves o extrafuertes?

—Para mi sobrinita. Y que sean extrafuertes —matizó y soltó una risita.

Comenzó a sonar el primer acto de Madame Butterfly en el hilo musical.

—Aquí tiene, 80 céntimos. ¿Qué le parece Puccini?

—¿Qué?... ¿Puttini? —dijo arrugando la nariz.

Incliné a un lado la cabeza señalando con el índice al aire.

—¿Qué…? —preguntó buscando en el techo.

—Nada, olvídelo. Ha sido una torpeza por mi parte, disculpe —dije. Lástima quedarme sin cloroformo la semana pasada con la última pareja de invitados.

Sólo obtuve un gruñido por respuesta y se alejó hacia las revistas dejando los chicles en el mostrador. No dejaba de cambiar el peso de su cuerpo de un pie a otro, parecía inquieto. Cogí un vaso de plástico, y acercándome al expendedor de agua me propuse empezar a jugar.

—¿Le apetece un poco? —dije manteniendo el chorro hasta que el agua llegó al borde del vaso.

Lo bebí de un trago y volví a llenarlo, esta vez con un chorro más fino que tardó más en llenar el vaso.

—Le aseguro que está muy fresca —reiteré, viendo como el movimiento de sus piernas seguía, esta vez con un rictus en su cara.

—No, gracias —respondió.

—Como quiera —contesté y volví a rellenar el vaso hasta casi rebosar. El sonido del chorro destacaba junto a la voz de la soprano.

—¿El baño?... por favor —preguntó algo apresurado.

—Por el pasillo, segunda puerta a la izquierda. —Esperé unos segundos mientras observaba su vivo paso hacia el baño—. Disculpe, olvidaba que está averiado. —Sonreí.

—Ya, ya... —dijo frente al cartel colgado.

—Puede, si quiere ser mi… invitado, utilizar el aseo de personal que está al final del pasillo.

Jesús miró la espesa oscuridad al final del estrecho corredor, dio un par de pasos y se detuvo.

—¿Dónde enciendo la luz? —preguntó.

—¡Cómo lo lamento!, este interruptor está averiado, pero junto a la entrada del baño hay otro, le aseguro que ese funciona.

Vacilante avanzó disminuyendo la velocidad según se sumergía en la oscuridad.

—¡No se ve una mierda! —dijo deteniéndose.

—Confíe en mí, espere y verá mejor —dije tras él. Metí la mano en el bolsillo y acaricié el frío filo de metal.

El claxon sonó otra vez. Jesús se giró bruscamente y miró por encima de mi hombro.

—¿Pero qué le pasa ahora a esta? —dijo hastiado—. ¿Me permite? —dijo pasando a mi lado hacia la salida.

Le seguí hasta volver al mostrador mientras él salía. Junto al coche comenzó a gesticular acalorado agitando los brazos. Ella sonreía sin siquiera mirarle a la cara. Cuando él bajó los brazos y se sentó al volante ella le habló. Él miró al cielo y le respondió. Ella dejó de sonreír y salió del coche dando un portazo. Escondí el paquete de chicles que había olvidado y disimulé.

La campanita se agitó violentamente dando la bienvenida al sonido de sus tacones.

—¡Buenas tardes!, creo que mi acompañante ha olvidado unos chicles.

—Hola... pues aquí no los ha dejado —mentí y miré hacía el pasillo—. Quizás los haya olvidado en el lavabo unixes.

Miró con ojeriza al exterior, y sin dudar avanzó hacia el pasillo. Reprimí mi sonrisa, y salí del mostrador tras ella. Mis dedos volvieron a tocar el frío filo metálico.

—¡No, mejor no! —dijo mientras giraba sobre sus pies y retomaba sus pasos, esquivándome y clavándome su aroma—. Deme unos chicles sabor menta extrafuerte... los preferidos de mi exmarido —susurró al final.

Le devolví el cambio y observé cómo se escapaba. El ritmo de sus tacones, la campanilla, el rugido del motor cuando se alejó. Suspiré.

—Hay más peces que días.
 

 

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