Las tinieblas acechaban en el corredor el paso de algún habitante de la mansión portando una vela. La abuela, ya impedida, vivía en la planta baja. La Caronte la apodaban con malicia infantil, en gran parte por su carácter agrio. Su dormitorio estaba cerca del acceso al sótano, una oscuridad sepultada tras una puerta con tres cerrojos, amortajado en el silencio que una campanilla osaba romper de vez en cuando.
—¡Ya voy abuela! ¡Ya voy! —¡¿Esta mujer no se cansa?! Me va a hacer parir antes de tiempo. Sonó de nuevo la campanilla y antes de contestar cogí resuello apoyada en la puerta de su dormitorio.
—¿Estás ahí María? —gritó la anciana.
—Sí abuela, sí —respondí mientras abría la puerta y alumbraba con el candelero. No me sorprendió su sonrisa de dientes corrompidos, ni el moño que doblegaba su cabello, sino verla erguida apoyada en el bastón de la familia. Sentí repelús.
—María, ¿qué edad tienes?
—Quince, abuela.
—Y no crees que ya va siendo hora de llamarme por mi nombre —sentenció con un mohín de disgusto.
Enmudecí y sonrojada agaché la cabeza.
—¿Por qué no lo haces?
—Me recuerda a mi madre —farfullé.
—Bah, bah, bah, ya sé que nos llamamos igual —gruñó y
desvió los ojos hacia la oscuridad—. Yo también la extraño. De
hecho, ella debería estar aquí en tu lugar. Pero tú eres la única
mujer que queda en la familia —Suspiró abatida.
No
levanté la mirada, temía que me delataran mis ojos, la presión en
el pecho, la vela temblando en mi mano. ¿Por qué te fuiste mamá?
Me pasé la mano vacilante por mi abultado vientre. ¡Te necesito
tanto! Casi cuatro años desde que escondida en un arbusto te vi
discutiendo con la abuela. Tras aquel día la anciana se emboscó en
su mutismo, nunca volvió a salir de la casa y tú… tú te fuiste,
sin besos, sin abrazos… sin una última mentira.
—Tenemos asuntos pendientes, no cesan las malas cosechas y se
avecinan tiempos de cuervos —declaró de pronto mientras avanzaba
renqueante apoyada en el bastón.— acércate pequeña, juntas
iremos más rápido.
Dejamos atrás los retratos de las
mujeres que fueron cabeza de familia desde la construcción de la
mansión. Allí mismo hace cinco años, el abuelo acompañaba a la
abuela por este pasillo, fue la última vez que lo vi. Al llegar ante
la puerta del sótano, la abuela fue abriendo los cerrojos. Una
bocanada de frío y humedad nos dio la bienvenida, acobardada ante la
oscuridad miré a mi abuela.
—¿Dónde huyó mi madre?
—dije perturbando el silencio y comenzamos a bajar los escalones.
—Tu madre... ¿que dónde se fue?… —masculló deteniéndose
en el rellano, apoyó la espalda en la mohosa pared para recuperar el
aliento—. Mi hija tuvo miedo, terror a la realidad, fue cobarde y
escapó —farfulló y continuó el descenso cabizbaja.
—¿Pero
a dónde? —exclamé recelosa apretando su brazo.
—Pronto niña, pronto —murmuró tironeando del brazo—. La
vida te espera llena de sabiduría, sufrimiento y amor por tu
familia. El hambre nos alcanzará pronto... hay tan pocas
provisiones. Pero tú… inocente —susurró y manoseó mi vientre
hinchado.
La angustia y ansiedad me aturdieron. Escalón
tras escalón, nos aventuramos en las entrañas de la casona. Luego
vinieron pasillos, cámaras llenas de argollas, cadenas, aperos... y
oscuridad. Un tufo más pestilente a cada paso me provocó náuseas,
tras cubrir la nariz con el sayo vislumbré una puerta pequeña.
Costó abrir el cerrojo, el chirrido de las bisagras fue como una
advertencia. El hedor que emergía me sofocó y mis sienes
palpitaron.
—Vamos chiquilla, pasa, pasa tú primero y
así me apoyaré en ti —sugirió mientras se situaba con inusitada
presteza a mi espalda y se sostenía de mi hombro.
Fui
arrastrando mis zapatos, apenas avancé unos pasos y ante mí se
abrió una tenebrosidad más espesa que la brea. Mis pies no
quisieron avanzar más. Sentía en mi espalda la presión de mi
abuela. Un escalofrío me atravesó al intuir lo que tenía ante
mí.
—Ese es el camino que tu madre recorrió
trastornada hace cuatro años —musitó agitada. —Tuvo pánico de
reemplazarme. Si hubiera querido mantener el secreto, todo hubiera
sido diferente.
Tropezando se puso a mi lado y me agarró
la mano. Al sentir su piel apergaminada, volví en mí. La
repugnancia, el odio y el miedo me fustigaron para escapar. Pero algo
en mi interior me lo impidió.
—¡Madre! —chillé y me aparté del pozo.
Me agarró la otra muñeca, haciendo zarandear la vela que mutó las sombras en bestias infernales.
—Cariño, tú no eres como tu madre —dijo tirando de mí.
—Estás loca —grité e intenté zafarme de sus manos, mas fue imposible, apretaban como cepos. Me resistí pero, paso a paso, me arrastró con inusitada fuerza, sin dejar de jadear, hasta detenerse junto a la sima.
—María, si tú quisieras ya habría acabado todo —farfulló, sus ojos parecían urracas muertas—. No lo olvides, cuando el hambre apriete, el pozo te estará esperando aquí abajo.
Sonrió y su rostro se relajó, luego de un soplido nos dejó
en tinieblas. Liberó mis manos y me trastabillé hacia atrás. Sus
ropajes sonaron como alas de una mariposa nocturna alejándose
agitada. El silencio espesó el tiempo, lo volvió viscoso hasta que
un crujido lejano y profundo quebró la coraza de mi crisálida.
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