Cristina dormía arrullada por sus propios ronquidos, con el picardías para la noche de los sábados desacomodado y resaltando sus exuberantes lindezas. Mientras Antonio, su marido, sucumbía por la atracción del peso de su mujer, y su bigote de foca con involuntaria perseverancia ponía en duros aprietos el pezón derecho de su esposa.
Los alegres ronquidos perdieron el ritmo por el contrapunto que Cristina comenzó a sentir en la sacrosanta zona de sus esplendorosas nalgas. Cuando advirtió que la presión en su pecho no era del sujetador descolocado sino de la zarpa de su marido, entreabrió los labios y con un agónico suspiro arrimó su trasero en obscena cucharita. Morderse los labios y escuchar a su dormido marido pedirle más consiguió que comenzara a salivar con la respiración agitada.
Antonio la solía despertar de madrugada casi siempre con algún cuesco descompuesto, otras con un hilillo húmedo como de caracol por su pecho, y las menos con algún codazo involuntario en las costillas que se llevaba la correspondiente respuesta. Que le quitase el sueño a las cuatro de la madrugada con ese vaivén lascivo merecía como premio un desayuno continental para su Antonio, rumió Cristina.
—¡Toma, toma más, toma guarra! —parloteó entre sueños Antonio mientras crecía la mueca de placer de Cristina que se reconcomía por coger el ritmo sincopado con su trasero, y se imaginaba un par de cochinos retozando en un lodazal.
—¡Toma más Teresa, guarra... más!
—¿¡Teresa!? —masculló desconcertada.
Antonio nunca supo cómo llegó al suelo revuelto con la sábana y se hizo el chichón. Alguna mala pesadilla dedujo. Entretanto observó con alivio el plácido sueño de su encantadora mujer, embelesado con su respiración al fin decidió recuperar el sueño.
Horas después, con el canto de los gorriones, Antonio fue recuperando la consciencia para descubrir su cuerpo dolorido. Pensativo, sin poder recordar la pesadilla, se atusaba el bigote; con paso inseguro se dirigió a la cocina donde ya escuchaba a su esposa preparar el desayuno.
—¡Buenos días, cariño! —dijo Cristina mientras servía una taza—. ¿Café?
—Hola, cielo. Por favor —respondió mientras se sentaba renqueante.
—¿Bien cargadito, verdad? —confirmó sirviendo la taza llena.
—No te lo vas a creer. —Comenzó mientras removía con la cucharilla— Ayer tuve una pesadilla horrorosa... — Y le dio un buche al café.
—¿Sí?, cuenta, cuenta —solicitó mientras reculaba alejándose para que no le salpicara la arcada que tendría Antonio.
—Puaj ¡Joder, qué asco!
—¿Pero, qué te pasa? —Dramatizó.
—¡Que el puto café está salado! —renegó mirando la taza mientras se limpiaba la boca con la manga.
—¡Ay, cielito mío! Seguro que me he despistado al reponer el azucarero —lamentó reprimiendo una sonrisa. —¡Ay, qué boba!
—Nada, no te preocupes. Ha sido la impresión más que nada. Voy a ducharme, que tengo partido de tenis con Miguel, desayuno luego —dijo dándole un beso en la mejilla—. Vaya día que llevo —rezongó por el pasillo tocándose el chichón.
Cristina aún insatisfecha, buscó en el frigorífico la botella de bebida isotónica de su marido, se detuvo junto a la puerta hasta que escuchó la ducha, cogió un embudo y el bote de cayena molida. Fue un visto y no visto, todavía se oía la ducha mientras ella agitaba la botella bailando rumbosa por la cocina al son del bolero que ponían en la radio. Pero sonó el teléfono y se le borró la sonrisa.
—¿Diga?
—Hola Miguel. Sí, sí, ya me ha dicho Antonio. Se está duchando. Sí, no faltaría más, ven cuando quieras.
—Por cierto... ¿Qué tal en el trabajo? He notado a Antonio algo tenso.
—Sí, ya, ya imagino, ya, en todos lados está igual. ¡Ah, tenéis personal nuevo en la oficina? ¿Una mujer! ¡Qué sorpresa! ¿No se llamará Teresa, verdad? —exclamó mientras retorcía el cable del auricular.
—¡Ah! ¡Je,je,je! Una que es un poco bruja —bromeó forzando la risa.—¿Que el jefe la tiene en palmitas? —Menudo viejo verde pensó. —Vaya. ¡Muy elegante? ¿Dulce como un bombón, dice! Vaya con el Jefe.
—Nada, nada. Luego te veo. Adiós.
El sonido de la guillotina no difería mucho del que produjo el teléfono al colgar Cristina. Apoyó la cadera en la encimera, cruzó los brazos asiendo una sartén y esperó que llegara su amado Antonio.
—¿Llamó Miguel?
—Sí.
—Y te dijo a qué hora me recoge.
—Sí.
Antonio, intrigado, se acercó meloso a sonsacarle pensando que su traviesa mujer quería jugar con él.
—¿Te ocurre algo, cielo?
—No. ¿Y a ti?
—Bueno, hoy no está siendo uno de mis mejores días. Lo reconozco.
—¿Quién es Teresa?
—¿Teresa? ¿Qué Teresa?
—Antonio, no disimules. Tu compañera. Miguel ya me ha puesto al corriente. ¿Un encanto, no!
—Ah... sí, es cierto, muy maja. Había olvidado comentártelo. Pero. ¿No… no estarás celosa? —manifestó sorprendido.
—¿Debería estarlo? —respondió cortante.
Antonio mantuvo durante unos segundos una cara de incredulidad propia de experimentar una aparición mariana.
—Cariño, le falta un año para jubilarse. Podría ser mi abuela —sentenció estupefacto.
Los pitidos de un claxon interrumpieron tan idílica escena conyugal.
—Bueno. Me voy que Miguel está esperando. Luego hablamos —dijo y le dio un beso que la dejó descompuesta y cavilando a contrarreloj.
—Antonio. Esta tarde ya no vamos al cine con mi hermana —exclamó conciliadora.
—¿Y eso?
—La quiero para nosotros dos solos —susurró acaramelada mientras calculaba si tendría tiempo para ir a casa de su madre a pedirle prestado alguno de los vestidos que aún atesoraba de su abuela.
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