sábado, 10 de abril de 2021

Ni olvidan ni perdonan.

 

No entiendo por qué, a pesar de los desinfectantes, persiste el olor a vómito y fármaco, lo puedo notar pegajoso en mi piel, en las sábanas. Sin embargo, gracias a mi respirador artificial, me mantengo en un grito eterno saboreando el aire del tubo de plástico que se introduce por mi boca. Eso sí, de vez en cuando, alguna alarma adereza mi vigilia, sea por el fallo de una bomba de infusión o la obstrucción de algún catéter. Entonces, unas figuras borrosas revolotean a mi alrededor, laboriosas hasta que regresa la niebla de ruidos del monitor con mis constantes vitales. Sonidos extraños que me inquietan y roban el sueño hasta que caigo en las sombras.

Desconozco cuántas horas me he perdido por el efecto de los analgésicos, pero ahora que regresa el dolor vuelvo a mi consciencia enfermiza. Seca la boca, las llagas distraen mi mente, nada ha cambiado a mi alrededor: Ahí sigue el carrito con medicamentos e instrumental esterilizado, más allá el cesto de residuos que supura vahos, a mi izquierda el desfibrilador, todo igual como cada día y cada noche desde hace… no sé, he perdido la cuenta, días, semanas, meses… ya, qué más da.

Un pitido agudo y continuo brota repentino y se esconde exasperante en mis oídos sin ánimo de salir. A pesar de que busco con la mirada su origen, sin mucho éxito, los ojos se me acaban humedeciendo, ella ha llegado, aunque no la pueda ver aún.

A veces tengo dudas, ¿será el efecto de los sedantes? Pero cuando la veo aparecer, con su aire impasible, a los pies de mi lecho terminal, entonces todo el vello se me eriza como a un gato acorralado en peligro. Y su voz aterciopelada, que sigue igual después de más de seis décadas muerta, acrecienta la tensión de mis miembros inermes.

—Creo que hoy, por fin, voy a cobrarme lo que es mío, cariño —dice recitando sus palabras con una entonación mortecina. Sonríe y comienza a moverse, jugando con sus dedos que atraviesan sábanas y mantas, hasta el otro lado de la cama.

Sus palabras agitan los recuerdos que enturbian mi mente. Siento una punzada de dolor en la garganta al no parar de tragar saliva infructuosamente. «No fue culpa mía... yo solo tenía siete años», intento excusarme con obstinación, pero solo surgen unos sonidos guturales apagados. Perlas de sudor brotan en mi rostro que ruedan lentas y graves.

—¿De verdad? —susurra ella mientras pone un mohín apenado. Un frío inhumano sube por mis piernas y entumece mi brazo. Junto a mí se agacha hasta casi rozar con sus labios mi sien—. ¿Y aquella sonrisa? —gime y chasquea la lengua—. Sí, aquella sonrisa tan dulce que tenías mientras te acercabas a la bañera con mi secador de pelo.

Muerdo y al instante cedo por el miedo a tragarme el conducto del aire. Comienzo a verla borrosa, alguna lágrima corre presurosa hasta provocarme picor en los lóbulos de las orejas. «¡Te juro que yo no quería!¡Te lo juro por Dios, mamá!». Los ruidos guturales suenan atormentados. Un susurro brota en mi mente, procedente de confines lejanos y familiares: «Resiste… no te rindas».

—¿Te equivocaste? Ah... ¿Fue un error?... Entonces... —Parece paladear cada palabra mientras se incorpora— cuando encontré la cajetilla de fósforos en el cajón de tu mesita... Sí, sí, precisamente el día después de que ardiera el garaje donde estaba trabajando tu padre. Aquello, también fue sin querer, ¿verdad? —Su voz denota cierto alivio y desdén, un bálsamo que humaniza su sonrisa de victoria. Suspira y pone una mano sobre el monitor de constantes vitales y comienza a silbar una triste melodía. Solo su tonada surca el aire entre ella y yo.

Las notas engendran descoloridas figuras inconexas que fraguan imágenes moldeando la oscuridad en mis recuerdos. Risas, muchas risas, Toby lamiéndome la mejilla, un azul cegador entre las blancas nubes, el sol escondiéndose de las flores. La música de papá. Yo jugando con los rulos de mamá, sonriendo en el espejo del pasillo con el secador en la mano. Abriendo los ojos con éxtasis al escuchar a mamá cómo me pedía ayuda para secarle el pelo. La tortuga verde azulada que alfombraba el baño y que me hizo tropezar otra vez. Todo se apagó y mamá se quedó mirando al techo cada vez más fría en la bañera. El secador bajo el agua. Poco a poco la oscuridad en la casa se descompone en figuras que se funden proyectando sombras hasta que todo queda negro.

Abro los ojos queriendo abrazarla. Mi espalda se tensa por un instante para dar paso a una laxitud que invade todo mi cuerpo. El dolor cede hasta que se difumina. Tibios orines y heces fluyen bajo el pañal. Unas figuras verdosas comienzan a deambular alocadas a mi alrededor al son de la cancioncilla que mi madre continúa tarareando. Oscuro flota sobre mí un cuchicheo, impenetrable, misterioso...«Fibrilación ventricular confirmada... Cargando paletas... Atención, choque, todo el mundo fuera». Pero ella se ríe, una risa desenfrenada, estéril, dolorosa. Una risa que mutila cualquier otro recuerdo. «No te rindas, aguanta», escucho en mi mente como un cuerpo extraño y ajeno a mí. Una explosión de blanco vacío arrasa mi mente. La nada.

El pitido escondido en mis oídos se vuelve cadencioso y reanuda el sendero vital que el tiempo siempre dilata a su antojo, antes de que llegue al final.

 



 

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